En la plaza mayor del pueblo todos esperaban aglutinados en el mismo rincón; cerca de la calle principal, una larga calle empedrada y polvorienta por donde pasaban los carruajes de los más bienaventurados señores de las tierras. En algún lugar de la España profunda esperaban desde primera hora de la mañana los campesinos, que en época de siega, aguardaban a que los labradores enviados por los caciques escogieran a dedo sus jornaleros. Por aquel entonces, José, un muchacho forjado en las tierras de cultivo desde bien pequeño, esperaba su momento entre la multitud.
Muchos chavales de
aquella época no eran más que hijos de la postguerra, no habían tenido
oportunidad de ir a la escuela y habían mamado del hambre, el esfuerzo y la
injusticia. Su única enseñanza había sido la que la misma tierra, ganado y
cultivo les había propiciado. Algunos, como José, tenían un don; la curiosidad.
Por muy pobre que se fuera y por muy pocos recursos a los que se tuviera
acceso, España venía de ser una República, prospera en algún momento de su
historia y aunque herida de muerte aún se encontraban libros para quien aún se
preocupara de encontrarlos. No había comida, pero aún se podían encontrar
enciclopedias universales en iglesias destruidas, bibliotecas arrasadas o simplemente
en muchas de las casas abandonadas que habían dejado en la miseria tanto bandos
republicanos como nacionalistas a su paso.
Los carruajes levantaban
el polvo y los caballos gemían entre la multitud. La subasta se llevaba a cabo
rápido, pues la elección era rápida y despiadada. Primero empezaban los que más
pagaban, el señor Don David Montoya venía en persona a elegir a los más fuertes
y jóvenes y se los llevaba dejando a los más viejos, que trabajarían por un
sueldo menor al mejor postor. Por aquel entonces no hace falta decir que no
existía ningún tipo de protección para el trabajador, que estaba a merced de lo
que empezaba a formarse como la sociedad capitalista moderna.
Entre todo aquel tumulto
y jolgorio que se formaba entre la elección de los terratenientes destacaba un
chico despreocupado sentado en una de las pilas de tierra. El, con su atuendo
clásico, pantalones de trabajo, camisa y boina, observaba preocupado la tensión
que se desarrollaba durante esos momentos. –Si tan solo alguien pudiera
protegernos- pensó para sus adentros. José, era uno de esos chicos criados en
el campo desde bien pequeños, sin padre ni tíos, apresados en la guerra por
pertenecer activamente en el bando republicano en una zona dominada por la
franja, ahora opresiva, de los falangistas de Franco. Pudo sobrevivir desde
bien pequeño cuidando de su madre y sus hermanos, aún más pequeños que el,
cuidando un campo de sandias que vendía o cambiaba en el mercado sin más ánimo
de lucro que el de sobrevivir y dar de comer a su familia. Vivía en una de esas
chozas construidas a base de piedras conglomeradas. Sus días pasaron entre la
soledad del cerro seco en la árida tierra castellana, protegiendo de ladrones
su cosecha y con la única compañía de un perro guardián y su gran tesoro; la
enciclopedia universal. Allí, bajo el manteado cielo de estrellas estudiaba
cada noche filosofía, astronómica, ciencia, historia, política y literatura.
José no tenía por qué
preocuparse por adquirir un puesto entre los temporeros. El conocía bien a uno
de los contratistas y tenía un acuerdo con él. Trabajaría siempre con el de sol
a sol si le pagaban un duro más que el jornal máximo del labrador que más
cobrara. De esta manera, se aseguraba tener una remuneración adaptada al
mercado y a cambio ofrecía su experiencia y buen hacer, pero esto duraría bien
poco.
José estaba comprometido
con una chica del lugar e iba a casarse muy pronto. En el fondo él no estaba
acostumbrado a trabajar para nadie, pues siempre había trabajado por su cuenta
y ya tenía trazado un plan. Él siempre quiso trabajar la tierra por su cuenta,
pero no contaba con las herramientas necesarias y sus suegros no tenían nada
para ofrecerles como dote el día de su boda. El único lugar que ofrecía dinero
no era otro que el Sindicato Católico, como no, una institución cristiana
manejaba todo el poder económico de la zona, pero había un problema. Nunca
comulgo con los ideales de la iglesia, y aunque creía en su patrona la virgen,
nunca tuvo buena relación con los curas del lugar ni nunca se le vio por misa.
Por esto que le comento a su suegro la situación.
-
Pero bueno
José, ya va siendo hora que olvides todos esos ideales y comulgues con ellos,
aunque solo sea esta vez –contestó con voz clara y firme el bueno de Arturo,
pues así se llamaba-.
- Lo sé, creo
que tienes razón, pero nunca me han visto por misa y creo que no estoy muy bien
visto por el sindicato –dijo José en un tono preocupado-.
- Creo que
deberías intentarlo, no vas a perder nada por hacerlo, háblalo con tu padre.
Efectivamente su padre aprobó
la actuación y José dejó sus herramientas en casa, se cambió la camisa y
desfilo calle abajo hasta el Sindicato Católico.
- Pero bueno
José, que sorpresa verte por aquí- exclamo el secretario que allí se
encontraba-.
- Aquí estoy,
vengo porque tengo visto una mula en casa de Hernán y me pide por ella dos mil
pesetas, y como comprenderás yo no dispongo de ellas.
- ¡Ah! Es por
eso que vienes entonces, no hay ningún problema José, solo voy a necesitar que
me avales el préstamo y ¡podemos firmar ahora mismo! Pues en una semana podrás
dispones de las dos mil pesetas que necesitas.
- Pero, Juan
–pues así se llamaba el santo secretario- Yo no dispongo de nadie que me avale,
como podría yo…
- ¡Basta! Firma
aquí, te digo que ya tienes los avales
- Que no, pero
¿de quién me estás hablando?
El bueno de José firmo y
comprendió que los avales serian su suegro y su padre. Aunque él siempre supo
que pagaría el préstamo y los intereses como así fue. Y así fue que sus dos
avales se enteraron de su condición meses más tarde cuando el préstamo ya fue
pagado.
Así fue que junto con una
pequeña burra que poseía Arturo, las herramientas de campo y el arado que
poseía el padre de José y el mulo de Hernán pagado a tocateja, José se
convirtió en labrador autónomo. Así fue que se dirigió a casa de uno de los
caciques más importantes de la zona, Don David Montoya.
José se dirigió a al
caserón de los Montoya y pico a la puerta sin vacilar.
- Buenas tardes
Don David, ¿tiene usted un momento para hablar de negocios? Me gustaría pedirle
labrar sus tierras.
- Pero ¿Cómo es
posible? Pero si tú eres uno de esos muchachos jornaleros de la plaza ¿desde cuándo
tu eres labrador?
- Desde este
mismo instante si usted me deja arar sus tierras, dispongo de las bestias y las
herramientas necesarias.
Y así fue que el joven
José se convirtió en labrador y empezó sus labores como autónomo en las tierras
de Don David Montoya.
Un día de trabajo, cuando
el sol estaba en lo más alto apareció un hombre vestido con traje, muy bien
aseado. Venía con un sobre en la mano.
- ¡Buenos días¡
-Grito aquel hombrecillo con corbata –
- Bueno días,
que le trae por aquí, ¿se ha perdido? -contestó activamente José-.
- ¿Es usted
José? ¿Labrador de las tierras de Don David Montoya?
- Yo mismo,
¿Qué ocurre? –respondió José con gesto altivo-
- Soy el
notario de los juzgados de la comunidad, se le reclama en el juicio como
representante de los labradores.
- ¿Cómo? Usted
debe de estar confundido –expresó José en tono de burla-.
- Lo único que
sé es que usted debe de presentarse mañana en los juzgados, buenas tardes. –y
se fue tan elegantemente fuera de lugar como llegó-
El día del juicio José se
presentó enfrente del gabinete sin saber muy bien a quien se iba a enfrentar y
allí le explicaron que había sido elegido entre el gremio para representar a
los labradores en el caso de Don Eusebio Díaz. Un caso en el que los labradores
exigían un dinero inicial al cacique para poder empezar el cultivo.
Antiguamente cuando un
labrador cultivaba el barbecho el acuerdo era tan simple como que el cacique
cedía parte de sus tierras para que fueran cultivadas a cambio de un tercio de
la producción de la misma. No existía ningún convenio ni ley que regularizara
las tierras por lo que cada comunidad tenía que luchar por cualquier tipo de
derecho o reclamación. Era una práctica habitual por aquel entonces y ahora
José se encontraba defendiendo a su gremio, que reclamaba una inversión inicial
del cacique para empezar el trabajo en las tierras acordadas. Los labradores se
quejaban de que les suponía un gasto importante empezar a limpiar la tierra
antes de ni siquiera poder ararla con sus bestias, y pensaban que este esfuerzo
debía ser financiado por el propietario.
En el estrado se
encontraba ya el señor Don Eusebio, que a orden del juez le hizo anotar y
calcular en un papel la suma del dinero que él creía que debían percibir los
labradores. Acto seguido el juez ordenó a José que anotara la cantidad que él
creía conveniente el otro trozo de folio. Así pues, cuando los dos acabaron, el
juez ordenó a Don Eusebio que procediera a mostrar la cifra que él había
calculado.
-
Que le parece
la cifra José ¿está de acuerdo? –le pregunto el juez una vez expuesto el papel
de Don Eusebio Díaz-.
- Me parece,
que con todos mis respetos a Don Eusebio Díaz, se debe de haber equivocado en
la suma, pues no puede ser que estemos tan sumamente alejados el uno del otro.
–se hizo un silencio sepulcral en la sala, nunca nadie había plantado cara de
esa manera de un terrateniente-. –Invito al señor Díaz a que vuelta a sumar sus
cifras.
- ¡Efectivamente!
Me he equivocado –pronunció Don Eusebio después de revisar vilmente sus
cálculos-
- Con todos mis
respetos señor, sabía que usted no podía haberse equivocado, es muy bueno para
los números.
- Usted
también, José –dijo con ironía y con un ligero toque irónico Don Eusebio Díaz.
Pero existe un problema, de buen gusto pagare esa cifra entre otras cosas
porque lo encuentro justo, pero ahora mismo yo no puedo hacer frente a esos
pagos pues mi hija va a casar dentro de dos semanas con un hombre de Navas, y
como todos ustedes saben es un hombre de mucho dinero. No puedo asegurar el
dinero hasta que la boda se lleve a cabo.
- Señor Don
Eusebio Díaz –pronunció José- si esa es la causa de que no pueda pagarnos con
paciencia esperaremos a que su hija casé y pueda así enfrentarse a los pagos
que aquí hemos acordado-.
- Seguidamente Don Eusebio
Díaz se levantó del estrado dando un golpe seco con la punta del bastón que
hizo retumbar el eco de la sala. Acto seguido salió de la sala caminando
serenamente hasta la salida.
En el pueblo no se
hablaba de otra cosa;
- ¡José! ¡La
próxima vez que quieras acordar algo con un cacique pregunta primero si su hija
está casada! –y exploto a reír-
- ¡Muy bien
José! Lo de hoy lo vamos a recordar siempre, ¡les has dejado las cosas claras!
Hacía semanas ya de lo
ocurrido y los días pasaron apaciblemente a la espera de la respuesta de del
terrateniente.
- ¡José! Don
Eusebio quiere hablar contigo, quiere que vayas a su casa – dijo un jornalero
excitado –todos esperaban saber la conclusión a aquellos días de
negociaciones-.
- ¿A su casa? Todo
quedo bien el claro el día del juicio, no tengo porque ir a casa de nadie a
negociar-.
- Vamos José,
ves a su casa, a ver si arregláis este asunto de una vez por todas, debemos de
empezar la siega la semana que viene.
Así pues, José se dirigió
de nuevo a casa de uno de los terratenientes más poderosos de la comunidad,
pero esta vez ya no era como un simple iniciado en el trabajo de labrador, sino
como representante del gremio.
- ¡Oh!
–pronuncio don Eusebio en tono de exclamación-. Bienvenido sea Don José, por
favor, pase a mi despacho – tan buen recibimiento no fue esperado por José, que
rápidamente, y bajo la consigna de la antigua diplomacia empezó a tratar el
asunto.
- Me han
comentado que quería verme
- Sí, le he
llamado para llegar a un acuerdo de una vez por todas, estamos condenados a
entendernos –y le enseño un papel con una cifra generosa-.
- Pero no soy
yo quien debe de estar de acuerdo, son los labradores los que deben dar el
visto bueno.
-
Créame José,
si usted está de acuerdo con la cifra todos lo estarán.
-
Pero no
podemos firmar nada sin…
- José, no hay
ni un solo jornalero o labrador que se atreva a hablar conmigo de cara, se lo
que piensan los demás de usted y tenga por seguro que si usted está de acuerdo
los demás lo estarán también.
Y así fue que por vez
primera los trabajadores del campo ganaban una batalla a los caciques del
pueblo. Desde aquel momento en adelante los trabajadores siguieron luchando por
las condiciones de trabajo, pues José rompió la barrera y dio esperanza a que
la balanza pudiera también inclinarse de vez en cuando a los que menos recursos
tenían. Y todo gracias al don de la palabra que desde bien pequeño había
trabajado.
Al año siguiente José no
consiguió el permiso de ninguno de los terratenientes para cultivar sus tierras
y se vio expulsado en cierta manera de la comunidad. Esto le llevo a aceptar
una oferta de trabajo en Alemania, a raíz de un acuerdo del Gobierno con la
república federal, que necesitaba trabajadores para sus fábricas. Allí se ganó
durante un tiempo bastante bien la vida para volver a su patria. Por el camino
conoció Barcelona, y como muchos otros, optó por llevarse a su familia a la
capital catalana para que, y visto el valor que él conocía en la misma, sus
hijos tuvieran una educación y quién sabe si llegar a la universidad.
Aún hay quien recuerda a
José sentado en el pilón de arena observando a la multitud y a la vejez, aún
hay quien le da las gracias cuando vuelve a su pueblo durante el verano. ¡José
parece que aún no te separas de tus jornaleros! -Exclaman algunos cuando lo ven
sentado en la plaza, reconvertida en bar restaurante –sonrisas-.
Saludos.